viernes, 2 de diciembre de 2011

10, 20, 30... ¡Calla, que me pierdo!

Introducción. Ante el afortunado desacuerdo en el penúltimo consejo de ministros del gobierno en funciones a cerca de la ley anti-descargas, termina ya la cruzada de Ángeles González-Sinde. La decisión está en el aire y llegan las dudas sobre cuál será la política en Cultura del Partido Popular. Sabemos que su oposición a la ley era simplemente circunstancial y que no es precisamente un partido que defienda la importancia de el acceso y la aprehensión de la cultura por parte de la sociedad, así que el futuro de esta ley parece una incógnita, en manos probablemente de un futuro ministro que ni le va ni le viene. Conviene pues, en estos tiempos de incertidumbre, recordar la importancia de esta decisión.


La ilegalización de las descargas gratuitas a través de Internet es uno de los temas más controvertidos y actuales. ¿Qué son los derechos de autor? ¿Es injusto adquirir el cine o la música sin pagar por ello? ¿Estamos acabando con el concepto de propiedad intelectual? En mi opinión, ilegalizar las descargas gratuitas y los programas P2P es absurdo en la actualidad, en una sociedad donde prima la multiplicidad de redes de información y la globalización cultural gracias al fenómeno de Internet. Estos avances tecnológicos nos han permitido crear una gigantesca red de intercambio cultural que permite el acceso de cualquier persona a una variedad de películas, vídeos, música, libros, etc., tan grande que hace una década hubiera sido impensable.
Entendemos como propiedad intelectual “el reconocimiento de derecho particular de un autor u otros titulares de derechos sobre las obras del intelecto humano”, y como derechos de autor a “las normas jurídicas y principios que regulan los derechos morales y patrimoniales que la ley concede a los autores, por el solo hecho de la creación de una obra literaria, artística, científica o didáctica, esté publicada o inédita”. No es de extrañar que en una sociedad hipermaterialista el concepto de posesión esté tan arraigado que los productos del intelecto humano sólo sirvan, según estas definiciones, para el lucro propio y alimentar el ego del autor, despreciando la función principal de las obras: transmitir conocimiento y belleza. “Los autores no tienen derechos, sino deberes” (dijo el cineasta Jean-Luc Godard en una entrevista). Tampoco se exceden en honestidad los autores al agarrase a estos derechos; ellos bien saben que la televisión, la música, el cine y la literatura a partir de la década de 1980 no ha sido más que la repetición y apropiación de la cultura popular como forma de expresión del fenómeno posmoderno. La inspiración romántica, la figura del autor como ente aislado y el logocentrismo en el discurso dieron paso a un arte errante, ambiguo, pop, atravesado inconscientemente por la heterogeneidad y fragmentación de la globalización. Sin embargo, a pesar de la evidente (y admitida por muchos expertos) disolución del “autor”, Ramoncín y cía continúan aferrándose a este concepto, por muy arcaico que suene actualmente.
Otro inconveniente de la “ilegalización de la cultura” (como prefiero llamarla) es que no tiene argumentos más allá de la defensa de los autores, no ofrece nada a la sociedad. Una de las causas del descenso de ventas de DVD’s y CD’s es el altísimo precio que imponen las distribuidoras y discográficas, sin ajustarse a la demanda. ¿De verdad se creen que la población va a salir de casa y comprar el último disco de Sting por un precio de mínimo 20 € cuando pueden obtenerlo con un simple click, ajustándose a una ética de dudosa existencia? La impopularidad y obsolescencia del sistema de distribución de la cultura es el gran problema de las grandes productoras y discográficas; esto es una batalla y tienen las de perder frente a la imparable irrupción día tras día de nuevas tecnologías. Es por ello que la única opción que tienen es adaptarse a los avances técnicos, que proporcionarían a la población una mayor comodidad. Estos cambios pueden ser desde las ya existentes descargas legales hasta elaboradas aplicaciones en smartphones y tablets donde nos informemos de las novedades, se nos ofrezcan las máximas facilidades para comprar... Y aún así una gran parte de las vanguardias artísticas actuales seguirían siendo inaccesibles. Es frustrante que prácticamente toda las filmografías de cineastas como Apichatpong Weerasethakul, Jean-Marie Straub, Nobuhiro Suwa, Pedro Costa y tantos otros estén inéditas todavía en nuestro país, y sólo se puedan ver en festivales o a través de Internet. Sin embargo, se potencia y subvenciona películas y televisiones de marcado carácter alienante.
Pero, en definitiva, la cuestión es ¿nos gusta este mercantilismo cultural? ¿Tan arraigado está el capitalismo que no podemos concebir nada que no tenga valor monetario? Si el arte y el conocimiento están a la misma altura que cualquier otro producto, si pueden ser intercambiados por monedas como una hamburguesa del McDonald’s o unos pantalones Levi’s, entonces les hemos dado demasiada importancia, porque son algo mediocre, banal (o al menos en eso los hemos convertido).