jueves, 9 de junio de 2011

Más allá de lo terrenal


Un día de junio como hoy, en las finales de la NBA, un jugador de Brooklyn volvía para alzarse con un nuevo anillo tras años de retiro. Era el quinto partido, y Chicago Bulls empataba con Utah Jazz a 2, en una serie donde hasta el momento todos los encuentros se los había llevado el de casa. Michael Jordan saltaba a la cancha con una fiebre tremenda, cada paso que daba era una superación, cualquier hombre normal no podría ni estar de pie, pero el Mejor Jugador de la Historia no es un ser humano cualquiera. Esa noche Jordan haría 38 puntos, desplomándose sobre el parqué nada más terminar.
Actualmente muchos comparan a este mito del baloncesto con LeBron James. Es normal, ambos son jugadores omnipresentes, de otro mundo, con unas cualidades físicas extraordinarias. La única diferencia, el jugador de Ohio todavía no ha hecho nada a nivel colectivo. Con su equipo de toda la vida, los Cleveland Cavaliers, nunca apareció en los momentos importantes. La sombra del anillo se cernía sobre él, la presión cada vez era mayor. Fue entonces cuando decidió cobardemente dejar su casa, sus amigos, su familia, para irse a Miami Heat con las estrellas, montando un show lamentable.

Tras un partido normal y dos muy flojos, LeBron llegaba al AAC de Dallas con todas las miradas puestas en él para el cuarto partido. 8 puntos fue lo único capaz de aportar un LeBron marginado por la soberanía de Flash Wade.
Es curioso, porque ese mismo día, entre comparaciones Jordan-LeBron, un jugador bastante más modesto, en un equipo más modesto de una ciudad más modesta, entraba en los vestuarios con los ojos brillantes de una fiebre de 38,7 grados que había arrastrado todo el día. Nowitzki, héroe indiscutible del segundo partido de las Finales 2011, empezó el primer cuarto con un 3/3 que animó al público maverick. Sin embargo, fue decayendo, llegando a encadenar muchos minutos seguidos sin anotar. Dallas aguantaba sin su líder, sobre los hombros de Tyson Chandler y Jason Terry. Dolorosas eran las imágenes en las que el bávaro envuelto en una toalla, tosía fuertemente ante el getso de circunstacias de Jason Kidd. Por ello, todos dudamos cuando, a 30 segundos del final y uno arriba, Nowitzki recibía el balón frente a Udonis Haslem. Durante un dilatado momento, se para, mira lentamente el reloj, pero su cara ahora no refleja enfermedad, ni fiebre, ni miedo. El gesto ha cambiado, el mundo se detiene: sólo son él, su defensor y la canasta. Con un movimiento de pies asombroso, Nowitzki consigue la bandeja a 14 segundos del final, que permite a su equipo seguir vivo en las que puede que sean las mejores finales de la década (con el permiso del SA-Detroit de 2005). Más allá de vueltas de lesiones, sólo dos jugadores han sido capaces en unas Finales de ascender desde lo peor de la condición humana hasta donde lo terrenal se confunde con lo divino. Es difícil que Nowitzki apenas consiga un anillo, y por lo tanto nunca alcanzará al mejor de los mejores. Pero la NBA nunca se ha reducido a la estadística y a la verosimilitud. Existe un sitio que va más allá de la tangente, ese sitio donde lo místico supera a lo real, donde los símbolos adquieren una dimensión espiritual que supera lo creíble. Ese sitio que nos permite comparar antes a Nowitzki con Jordan que con Bird y que nos hace creer en unos Mavs campeones.