Se cumplen más de 6 años, en 2008, desde que comenzó la crisis
económica, y el paisaje político español no ha mostrado ninguna transformación
substancial. Paradójicamente, el subsuelo no cesa de moverse, cada vez con más
intensidad y la ruptura entre el poder y los ciudadanos se extiende no sólo a
la dimensión de la representación política, sino a todas las esferas de lo
social: se trata de la crisis estructural del régimen del 78. En consecuencia,
se está comenzando a dibujar un nuevo escenario de disputa de legitimidades y
construcción de nuevos sentidos y hegemonías, la gestación de un nuevo pacto
social (económico, territorial, cultural). Destaca, en este momento de
transformación general, el enorme movimiento social del pueblo catalán a favor
de una toma de la soberanía de su territorio, que se completaría a través de la
realización famoso referéndum del 9N.
Multitud de actores han construido sus discursos en torno a este proceso: mientras que las viejas élites políticas catalanas no tardaron en tratar de tomar las riendas, el gobierno español se mantuvo en su lectura poco inteligente, negando la posibilidad de la consulta desde el inicio (con razones jurídicas y formales, más que sociales y políticas, en un pésimo ejercicio de comunicación política). La realidad social, en cambio, no es tan simple como la interpretaron las derechas, y es que la gran movilización del pueblo catalán cubre varios espacios ideológicos: el enfado no es sólo contra un gobierno central que les niega la auto-determinación, es una protesta contra todas las estructuras e instituciones que ostentan el poder, tanto estatal como local. Una manifestación clara del abismo que existe entre la sociedad y los sistemas creados para organizarla, y es el no saber leer esta quiebra por parte de las élites lo que provoca el resquebrajamiento del paradigma político.
El pueblo español es heterogéneo, y en él conviven multitud
de identificaciones culturales que generan distintas orientaciones hacia los
objetos políticos. Las diferencias históricas y lingüísticas de Cataluña han
favorecido a vertebrar una identidad política nacionalista muy sólida, naturalizada
e integrada en la sociedad desde el siglo XIX. Tan integrada que resulta imposible
la construcción de un discurso en Cataluña que omita ese sentimiento compartido: el nacionalismo es hegemónico, y esto es una realidad social
insalvable. Desde la Transición, la burguesía catalana ha sabido
embridar este fenómeno, y así salvaguardarse en el poder. Sin embargo, la progresiva
pérdida de legitimidad del partido dominante, CiU, ha dejado un vacío de significado
en el independentismo catalán que las izquierdas tienen el deber de llenar. Y
esta producción de nuevos sentidos tiene que huir de lo cultural y del sentimentalismo
barato para centrarse en el papel que jugaría la sociedad catalana en la futura
República Española, un nuevo régimen donde los ciudadanos tomen el poder de las
instituciones y se expulse a la rancia oligarquía que oprime (doblemente en
Cataluña) a los pueblos de nuestro país. Y es que son las diferentes dimensiones
de la opresión el principal obstáculo que personalmente veo en un proceso de
independencia de (sólo) Cataluña: independencia de España, sí, ¿pero también de
los poderes chantajistas de la UE? ¿Independencia también de su propia burguesía,
que se enriquece mientras acaba a pasos agigantados con todos los servicios
sociales? ¿Independencia del sistema financiero culpable de la crisis que pagan los trabajadores, del que forman parte grandes entidades bancarias
catalanas?
Aplicando un ejercicio de profundo realismo político, la
independencia de facto de Cataluña sólo puede conseguirse con una paralela
independencia de todos los pueblos de España, en el marco de una república
federal con un nuevo proyecto constituyente que reconozca la autodeterminación
y el carácter plurinacional del Estado. No podemos caer en el error de tratar el nacionalismo como un fenómeno aislado y sin relevancia ni contenido político, pero sí
cabe reflexionar sobre qué nacionalismo es necesario ante el futuro de cambio
que se nos presenta: un nacionalismo que genere cohesión social, que ayude a
construir una nueva identidad política común para la resistencia, y así integrar las
muy diversas consciencias en una ideología de clase.
José Barrera