Fernando Villaverde, director de Opulenta Adulación (2014)
Una pantalla negra, poco a poco, letra a letra se va
completando el enigma, no dice más que / no dice menos que: Jean Paul Belmondo
y Anna Karina en Pierrot le Fou una
película de Jean-Luc Godard. Unas palabras sobre Velázquez, unas mujeres
jugando al tenis, un anochecer, un eco, crepuscular. La obra avanza, tomamos conciencia de cómo se impregna en
cada fotograma la nostalgia cinéfila del autor. Si bien Godard siempre había
recurrido a un pasado cinematográfico para ayudarse a articular sus películas,
es en Pierrot le Fou donde se erige
como motor de la obra. La ausencia de guión, que se convertirá en leitmotiv de la filmografía del
director, obligó a que el film se construyera sobre los recuerdos cinéfilos de
Godard, que comprenderá la imposibilidad de filmar aquello que le “provocó el
deseo de hacerlo” (en sus propias palabras). Por ello no trata de seguir una
línea continuista con los géneros y obras que resuenan bajo las formas de cada
plano, a través de cada mirada de Anna Karina, sino que pinta una nueva capa sobre
el lienzo fílmico. Las constantes citas sucumben ante un acto más profundo, la
reminiscencia que tan bien señaló Alain Bergala. Los vestigios de un pasado al
que no se puede regresar provocan una cierta melancolía que actuará sobre los
personajes desde los subsuelos de la representación; siendo, sin embargo, una
aporía que acaba suponiendo la resurrección del cine a partir de sus ruinas.
Donde la consciencia de sus limitaciones obliga a la reescritura, pero dejando
las huellas sobre las que se inscribe.
Todo esto que tan claro se ve en Pierrot le Fou se puede rastrear sin dificultad en el panorama
cinematográfico contemporáneo, y es que algunas de las apuestas más
interesantes de este año de estrenos en España se insertan con comodidad en tal
idea. No sería descabellado, por tanto, recuperar el concepto de metempsicosis
para hablar del cine en la actualidad. Los recuerdos enterrados afloran como
epifanías, que se hacen presentes de manera repentina y que golpean tanto a
espectador como al propio cine-ente. O, ¿acaso American Hustle, que se presenta como una pirotécnica (nada más
lejos de la realidad) cinta de engaños marcada por el estilo de Scorsese, no es
finalmente un musical que lucha por salir a la superficie? En cierto punto del
metraje, todo aquello prometido desaparece y, en un pausado juego de máscaras,
el presente cae en desgracia y resurge ese pasado que jamás llegó a abandonar,
pese a muerto, la(s) Historia(s) del cine, entendida(s) ya irremediablemente
como algo orgánico. Y, de pronto, la película (y la(s) Historia(s)) toma forma
de espiral, o de torbellino, que la dirige hacia las profundidades de su ser y
hace que se reevalúe todo lo presenciado. Es entonces cuando el prólogo se
erige como símbolo, donde el artificio se identifica con una nueva capa de
pintura sobre el lienzo desde la cual emergen, renacen, figuras genéricas y
estilísticas olvidadas. Y progresivamente, el film torna de una arrítmica copia
de Scorsese a una delicada obra manierista donde lo que importa son los
barroquismos de las vestimentas y los peinados y los números musicales, todo
ello desde una perspectiva antropocéntrica, cassavetiana, indagando en la
construcción del relato y de la verdad.
De algún modo u otro, American
Hustle resuena emparentándose con tres títulos estadounidenses estrenados
este año:
The Wolf of Wall
Street, que a diferencia de la película de O. Russell se consume a sí misma
al pensar que aquello que funcionó en un determinado momento puede ser repetido
sin distanciamiento, encorsetándose en un auto-conformismo que únicamente será
superado en digresivos momentos donde Jerry Lewis, las comedias de adolescentes
y la televisión como destructora del relato reconfiguran el artefacto. No es
una propuesta desdeñable, definida por un baile, de nuevo, una coreografía, un
pasado que se filtra, frenesí; el problema es que acaban aprisionados en ese
acomodamiento que se aprovecha de la nostalgia del espectador.
Mientras que Jersey
Boys se articula como un atractivo contrapunto de American Hustle, un musical que ansía no serlo, una película
meta-discursiva, una construcción dentro de una construcción; de esa manera, la
representación se convierte en algo problemático cuando es ella misma el objeto
a representar. El tiempo se detiene, la obra gravita sobre sí misma, para terminar siendo subversiva y de
inmemorial clasicismo, que es y no es.
Para finalizar hallando en Gone Girl la autopsia de su discurso. En ella se disecciona la
representación interrogándose sobre la verdad y el artificio en la pantalla. Se
recupera a la femme fatale, organizadora
del relato, aunque se chocará (nuevamente en la filmografía de Fincher) con la
imposibilidad de narrar una historia; no queda otra que narrar historias o
determinadas historias, carentes de una conclusión definitiva, la película no
acaba en el final, puesto que no lo hay, la realidad (nuevamente) ha acabado
erosionando el relato, lo ha descompuesto y no queda más que recomponerlo una
vez finalizado: la espiral, de nuevo.
Ya no hay lugar a dudas, F
for Fake es una de las obras capitales para entender la posmodernidad
americana. Y Vertigo, siempre.
Unos fluorescentes en el techo de una especie de pasarela
para viandantes, una mujer anda por ella, a cámara lenta, se gira y mira hacia
nosotros, pero no directamente, mira detrás de nosotros y delante; mira, a la
vez, a su pasado y a su futuro. El tiempo se detiene, se fractura el instante,
que se encuentra más cerca que nunca de la eternidad. Podemos hallar en esa
mirada el significado no sólo de todo Millennium
Mambo, sino de esta deriva por la que se dirige el cine en la actualidad.
Una mirada que atenta al abismo, que se muestra como reflejo
de aquello vivido y como proyección de lo que queda por vivir; a un lugar que
no está fuera de cuadro porque es ajeno al cuadro. Hay así una tensión superior
a la temporal, la que surge entre lo que existe y lo que no, o (para ser más
precisos) lo visible y lo invisible; la cuarta pared ya no separa, al
contrario, une a espectador y lienzo fílmico para mostrar lo que no se ve. Sin
embargo, esto no puede encontrarse en la pantalla, puesto que no se ve, y, por
tanto, no queda otra que proclamar que no se ve, como escribió Proust… ¿o era
Monet?
¿No es, entonces, la ilusión el elemento más
cinematográfico? Aquel que convierte lo inexistente en visible para acabar en
paradoja al afirmar de esa manera que no se puede ver. La ilusión no da forma a
lo invisible, se la da a la invisibilidad cuando advierte sobre la
representación. Sobre esto parece reflexionar Woody Allen, cómo las ilusiones
construyen la realidad, desde una perspectiva casi ensayística donde una imagen
se convierte en un argumento, donde el Empire State reflejado en una ventana,
se convierte en una oración catártica, donde un cuadro reflejado en un espejo,
se convierte en un golpe en la mesa que enlaza con lo trascendental para acabar
regresando a lo material. De Platón al materialismo, no hay nada más allá de lo
tangible, el manierismo se ha vuelto profundamente existencialista.
El absurdo de la existencia se ha transmutado en el absurdo
de la narración. Ya no hay grandes relatos, hay situaciones; no hay palabras,
hay gestos. Y no ha habido película más digresiva este año que The Other Woman, como si de una
asociación entre Lang y Brecht, como si de la adaptación de Two and a Half Men o de 2 Broke Girls a la gran pantalla se tratara. Y es que no
hay mejor definición para ella que hablar de un Brecht hortera del s. XXI. Nuevamente,
una camisa o un pantalón cuentan más que cualquier épica, unos cartelones que
convierten la ficción en realidad (en tanto en cuanto las vidas de los
personajes prosiguen más allá de la diégesis) no serán más que la última
irresponsabilidad de una película que es un cocktail (de los de Sex and the City) genérico y
estilístico, que amanece apatowniana y anochece con el desenfreno de los
Farrelly, pero que se siente comedia fordiana en su ligereza. Nace, sin lugar a
dudas, de la tensión que existe entre mirar y ser mirado, que articula tanto
narración (y gags) como su postura artística, no es más que un catalizador de
la comedia norteamericana, no aspira a reinventarla, sin embargo, la renueva
desde una posición privilegiada en la industria; quizás su mayor mérito sea
ese, ser una película de estudio que rehúye de las estructuras básicas, sin
frenesí. Una auténtica película pulp.
Mientras que estás dos películas no desean traspasar la
superficie de la materia –puesto que plantean que no hay nada que buscar–,
otros autores han continuado con su concepción trascendental del arte, capaz de
dar sentido a lo sinsentido, de advertir sobre aquello que no se ve, que no
mostrarlo. Cuando James Gray filma a Marion Cotillard confesándose, no lo hace
como si de un encuentro o final se tratara, al contrario, se muestra como el
punto de partida definitivo de una búsqueda que se ha ido gestando. Se puede
entender como un intento de encontrar lo divino en lo terrenal, de hallar la
luz en forma de Gracia en un mundo de tinieblas. El rostro humano se impone
ante las sombras, caravaggiescas, y es ahí donde debemos buscar el sentido a The Immigrant y al cine del director, en
sus texturas, en sus formas; en efecto, existe una búsqueda de lo divino (o de
lo trascendental), mas éste no es otro que el arte, no hay un Dios como tal,
hay una mística, un proceso, una reconciliación. En su nostalgia, se adentra en
la reconstrucción de América como figura mítica que es, de ahí que su obra se
sienta clásica en lo simbólico y heredera de una tradición tan fordiana como
dreyeriana y bressoniana; aunque, quizás, debamos situar el origen de su
cosmovisión en la literatura de principios del s.XX, de Eliot a Proust, y así
entender la problemática que afronta su estilo, cómo con el cambio de siglo (al
XXI) ciertas tendencias artísticas han vuelto a pasar del Logos al Mito, no hay
más que ver las rupturas neobarrocas que apunta Ángel Quintana, ya no tanto
como una negación del cine sustractivo, sino como una supresión del logocentrismo
de la modernidad. Así, en Juventude em
Marcha, no sólo estamos hablando de la mejor película de la década pasada, hablamos
de la que mejor explica esta situación.
En esta línea, Albert Serra, en una evolución lógica, ha
pasado de un minimalismo barroco (con todas las contradicciones que ello
conlleva y que le unen a Costa) a un (neo)barroquismo en todo su esplendor.
Pero no es este quiebro lo que más nos atañe, pues Serra ya formaba parte, como
Gray, de esta postura cinematográfica que han radicalizado con los años. Si bien
se puede hablar de una desmitificación de los personajes de los que se sirve el
director catalán, lo único que encontramos es una supresión de la épica que los
acompañaba y no de su poder simbólico que es parte del imaginario colectivo. En
cierta manera, arremete como Joyce contra el Mito, para no erradicarlo, sino
habitar en él. Ya no hay una relación causa-efecto que marque la unión de
palabras o de planos, pese a que sí que existe un procedimiento de búsqueda de
una verdad que plantear, no que resolver. Es por ello que en Història de la meva mort el fotograma se
acaba oscureciendo, se pasa del esplendor de la Ilustración, del triunfo del
racionalismo, a su caída en desgracia, la vuelta a lo primitivo, el triunfo del
caos, del Mito, en definitiva.
Desde una perspectiva alternativa, podemos fijar en Jimmy P. el proceso de construcción del
Yo y la manera de filmar aquello que configura al ser, lo que es, atravesando el rostro
de Benicio del Toro, buscando en su mirada la puerta al alma humana o, en su
defecto, su vida mental, que pasa del individuo a lo colectivo y viceversa. De
nuevo se trata de filmar lo oculto. O, en Mad
Men, donde desde la enigmática figura de Don Draper se pone ante el abismo
a una generación y a una sociedad que se construye sobre ilusiones y recuerdos.
O Boardwalk Empire, que tras una devastadora
elipsis de 7 años entre temporadas no se interesa por reconstruir ese vacío,
sino aquel que precede al punto de partida de la serie; desmembrando los
instantes en dos espacios temporales, que se reflejan para diseccionar una era
más mítica que histórica y más histórica que épica. El personaje ya no
condiciona su entorno, está determinado por él; enfrentándose tanto a una
superestructura y una decadencia de ésta como a un instancia superior, a un
pasado o a unas ilusiones que acaban convirtiéndose en imaginario colectivo.
Así sucede en Jauja,
donde padre e hija se hallan perdidos en un lugar que les es extraño,
espectadores de una matanza que promete traer (imponer) la civilización a una
tierra habitada por indígenas, que se sintetiza en un enfrentamiento entre lo
irracional de lo racional y la naturaleza mítica, irreconciliables. Un duelo
del que nos hablan los personajes, pues durante la primera parte de la película
vemos sólo a un pequeño grupo de individuos ataviados con trajes militares o
vestidos que contrastan con un paraje libre de la mano del hombre, hay miradas,
un vínculo paterno-filial que se resquebraja, una relación amorosa que surge y
se oculta, un baile que se avecina; todo ello mientras el conflicto acecha
desde el horizonte. Una huida y una búsqueda harán que estalle la venganza de
la naturaleza contra el hombre, figuras desaparecen, recuerdos e ilusiones
regresan, el tiempo y el espacio se desvanecen, el Mito se impone, la lógica
desparece en favor de un misterio: un sacrificio ritual o un accidente motorizado.
No hay una verdad, no hay una mentira, hay un futuro pasado, hay un pasado
futuro, una vida pasada, una vida futura. Realidad y sueño se funden en uno. De
pronto, la contemplación del espacio se ha convertido en reflexión, la imagen
se retuerce en su marco y los objetos se resitúan en el encuadre. Es cierto que
es fordiana y dreyeriana (como The
Immigrant), pero es mucho más interesante cómo en ella convergen los
Lumière y Méliès, cómo un caballo galopando es, a la vez, un tren que llega y
una nave que se estrella en la luna.
De esa manera, el cine retrocede sobre sus pasos para
avanzar, recupera formas e ideas, siendo el sueño y los recuerdos capitales
para entender el panorama actual, las ilusiones y el pasado, en definitiva. Una
imagen puede tener dos significados, así como una palabra: adieu puede representar hola y adiós. Un testamento es, a la vez,
una carta de bienvenida; el final de una búsqueda es el inicio de la misma, un
universo en un café es el origen del mundo y de la palabra y de la imagen, si
es que hay alguna diferencia.
Aunque no podamos dudar de la belleza de Pierrot le Fou (y unas cuantas más), el
cine de Godard empezó más tarde, pese a que ya había empezado, se trataba de
filmar imágenes necesarias y justas, Bresson y Rossellini, no bellas, puesto
que no hay imagen más bella que la precisa, aquella que replantea cómo pensar
el cine y el mundo, si es que hay alguna diferencia, es decir, aquella que
piensa, Godard. Y me encanta Le Mépris y
Vivre sa Vie, pero adoro 2 ou 3 choses que je sais d'elle y Passion y Éloge de l'amour y Adieu au
Langage.
1. Adieu au langage (Jean-Luc Godard)
2. Jauja (Lisandro Alonso)
3. El sueño de Ellis (James Gray)
4. Boyhood (Richard Linklater)
5. La gran estafa americana (David O. Russell)
6. Historia de mi muerte (Albert Serra)
7. Magia a la luz de la luna (Woody Allen)
8. Jimmy P. (Arnaud Desplechin)
9. Jersey Boys (Clint Eastwood)
10. Un toque de violencia (Jia Zhang-ke)
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