







Soy un efímero y no demasiado descontento ciudadano de una metrópoli crudamente moderna ya que, tanto en los mobiliarios y en el exterior de las casas como en el trazado de la ciudad, sus habitantes han evitado cualquier gusto conocido. Aquí no hallaríais vestigios de ningún monumento de superstición. La moral y el lenguaje han sido reducidos -¡por fín!- a su expresión más sencilla. Estos individuos que no necesitan conocerse llevan de forma tan similar la educación, el trabajo y la vejez que el transcurso de sus vidas debe de ser mucho menos largo de lo que señalaba una loca estadística con respecto a los pueblos del continente. Por eso, desde mi ventana, veo nuevos espectros errando por entre la espesa y eterna humareda de carbón -¡nuestra sombra de los bosques, nuestra noche de verano!-, veo nuevas Erinias ante mi pequeña casa rústica que es mi patria,, que es mi entero corazón puesto que todo aquí se asemeja a éste, veo a la Muerte sin llanto, nuestra activa doncella y servidora, veo un Amor desesperado y un hermoso Crimen gimiendo en el fango de la calle.
Ville (Iluminaciones), 1876. Arthur Rimbaud.